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Territorios sensibles: Sobre la evolución de las emociones

Corrían los años 60 cuando Tati juzgaba en Playtime (1967) la arquitectura moderna y la imposibilidad de distinguir el horizonte de París del de Nueva York y Tokio. La película es “asombrosamente profética en su predicción de un mundo donde todo se ve y suena igual”. Pero si al principio los habitantes de la nueva ciudad se sienten perdidos, poco a poco se habituaran a ella por sí mismos. Gradualmente lograrán borrar los efectos de sus escenarios ultramodernos, presentándolos al final como humanos.

De tal modo debo pensar que los personajes de Tati fueron más visionarios que el propio autor al dibujar unos perfiles de París, Nueva York o Tokio bien distintos del que en un primer momento divisaron.

Partiendo de la premisa de que las ciudades están hechas por la gente que vive en ellas, y convencidos de que la forma, la función y la identidad de las ciudades vienen definidas, en buena medida, por el factor humano, uno se pregunta ¿cuál es o debería ser su apariencia?

El tradicional skyline se desvanece ante un nuevo paisaje que conecta de manera global todo lo que nos preocupa, nos altera, nos divierte y nos deprime. Aquí las emociones cobran todo el protagonismo. Son emociones como la pasión, la ira o el miedo sintomáticas y reveladoras en la configuración del perfil de nuestras ciudades.

Demos entonces un paso más en el intento por dibujar de qué manera evolucionan nuestros skylines. Si son las emociones las que hoy por hoy marcan el desarrollo de nuestras ciudades ¿no deberíamos entonces fijarnos también en la evolución de las emociones?

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